Qué palabras, qué brillo de la mirada, qué elocuencia de las manos, qué desborde de mi piel te hará manifiesto lo que soy, te invitará a confidenciarnos lo que hubiese y hubiésemos querido ser: cómo, si la confesión se nubla en los ojos, si las manos casi de suyo se crispan, y el cuerpo no danza, y la palabra es un don aciago. Ilusión, entonces.
Pues los mensajes recorren sendas sinuosas y jamás dan con el destinatario preciso en el instante preciso. Todo lo que proferimos es incierto y los sentidos, como niños malcriados, desordenadamente juegan a la sombra de las palabras. Y parece que sólo por el malentendido nos mantenemos en vilo. Y sin embargo, cada temblor de mi voz y de mi cuerpo, incluso el que se disimula en estos trazos que parecen firmes, me acusa y me delata: promulga, a pesar de mí y de ti, un secreto, que es el secreto de toda comunicación: el misterio de la existencia compartida, el secreto de estar en común.
Pues los mensajes recorren sendas sinuosas y jamás dan con el destinatario preciso en el instante preciso. Todo lo que proferimos es incierto y los sentidos, como niños malcriados, desordenadamente juegan a la sombra de las palabras. Y parece que sólo por el malentendido nos mantenemos en vilo. Y sin embargo, cada temblor de mi voz y de mi cuerpo, incluso el que se disimula en estos trazos que parecen firmes, me acusa y me delata: promulga, a pesar de mí y de ti, un secreto, que es el secreto de toda comunicación: el misterio de la existencia compartida, el secreto de estar en común.
Pablo Oyarzun Robles, Filósofo, Decano Facultad de Artes, Universidad de Chile